Marcelino pasea ligero a orilla de la caliza y sonríe cuando se le ofrece un vaso de vino. Hace unas décadas trabajó en la forja. Saluda mientras el pulso redunda en él ya que a estas alturas de la vida le chascan hasta las pestañas y más aun al ver a una de las chavalas que se sienta en el viejo poyo de piedra.
Ya no quedan muchas bodegas esculpidas por la piedra sacada del páramo. Ahora, el ladrillo visto viste los lomos de la Ribera. Se conoce que es más fácil proceder a la estructura ochentera de marras: ventanas, parrilla y lo demás es bisutería porque aquí se viene a merendar. Y lo que venga después, ya se verá.
Atrás quedan los majuelos garnachos abrazados por quejigos, manzanos, almendros y cerezos. Las sucesivas reformas agrarias y la ceguera del ahora han ido podando el paisaje y con ello, parte del ayer. Afean los carteles de "se vende" en gran parte de las fachadas; alguna viga de olmo se atreve a asomarse por el ruinoso tejado y trepan por las paredes viejas latas de refresco.
Los pumas sonríen en este ecosistema del que se sienten hipnotizados. Como una mongola quinceañera a la que le salta una notificación de instagram. Esbozan una sonrisa dominados por el Síndorme de Stendhal derivado de un lejano "cagüen dios" bien entonado acto seguido de escurrirse una de las chuletillas que adornan la parrilla. Sonríen como personajes goyescos, con los dientes tintados por la magia del todopoderoso jarro de vino y el efervescente calor de la lumbre. "Joder, tú, esto es la vida" - dice uno de ellos con las manos bañadas en el aceite de la torta de panete y un par de lámparas en su camisa de Scalpers.
Ellos son la esperanza. Son el orgullo de la abuela al ver a su nieto el domingo en misa, formal, galán, bien tirado. La tercera generación de exiliados que vuelven a casa y quieren construir mausoleos sobre las cepas tiesas por el paso de los años. Ellos son Marcelino aceptando el trago y el vino refrescando la garganta. Ellos son la vida. Esto es la vida.
Pablo Nieto