Supongo que echar unas partidas al Candy Crush mientras vas en bus al trabajo es tan censurable como comer jamón, el humor negro o disparar un AK-47. Todo depende del director de la película y el intérprete del guión.
Era de esperar, en una sociedad tan civilizada, rubia y ejemplar como la nórdica nos diesen lecciones de qué sí y qué no. Principalmente porque ellos se adelantan a aplicar todo tipo de ocurrencias ideológicas, por lo moderno y disruptivo del concepto. Fueron días aciagos para gamers, frikis y nostálgicos en general. Un par de videojuegos de temática bélica donde abunda la sangre y la inquina fueron baneados por su relación emocional con el autor de la matanza de Utoya. Menos mal que a este cabrón no le dio por nacer en Sacramenia y tener como afición ir a merendar unas chuletillas con unos tragos de vino el sábado en la bodega con los amigos porque me hubiese jodido un montón no poder volver a hacerlo.
Los videojuegos son objeto de debate por todo lo que representa: disrupción, novedad y escaso control gubernamental. Un combo perfecto para justificar nóminas y debates políticos los días hábiles del mes. A los talibanes, defensores de creencias pre-islámicas y de costumbres tribales de pashtun-wali, tampoco les parece muy allá que se escuche música, se practique deporte y mucho menos que las mujeres presuman de cabellera entre otros atributos por lo emocional que conecta entre victima y victimario.
¿Abrió el mismo melón sobre la pintura cierto pueblo, ducho con las finanzas y la gestión empresarial, cuando cierto pintor austriaco los empezó a vestir con pijama de rayas?. Exagerado, inocente y abre telediarios, un gesto perfecto, el noruego, del rumbo de las sociedades modernas a la hora de encarar problemas de primer mundo.